Se diría que ésta puede ser para el Barça la temporada
perfecta. Por lo pronto, ha firmado el mejor arranque de campaña de la historia
de La Liga poniendo, además, tierra de por medio (11 puntos) respecto al Real
Madrid, que aunque parece no postularse como rival directo esta temporada –el
Atlético sigue su estela, a 3 puntos–, huelga decir lo que esa distancia
representa para la experiencia común de ambos clubs y aficiones. 11 puntos, ahí
es nada. Además, el conjunto de Tito se ha asegurado la primera plaza de la
liguilla de la Liga de Campeones, su andadura por el torneo del K.O transcurre,
por el momento, plácidamente, y por si fuera poco las principales piezas del
engranaje barcelonista funcionan este año como un tiro –Xavi, incuestionable;
Iniesta, finísimo; Messi, infinito–. Todo son buenas sensaciones. Se diría que el vestido confeccionado este año no tiene ni
un rasguño, ni un pequeño lamparón, y que en este baile de gala el Barça va a salir
triunfante.
Sin embargo, no es así. La parroquia culer no es de las que
se queda satisfecha con un excelente, siempre aspira a matrícula, y eso es algo
a lo que uno ya se tiene que ir acostumbrando. Porque el Barça es un niño consentido
–de los que dan ganas de collejear– criado en la mejor de las casas, un pequeño
burgués que no conoce mundos míseros y que no admite un mundo en el que quepan
los descuidos. Por eso el hincha barcelonista trata siempre de buscar una tara,
un motivo por el que preocuparse –como encontrando placer en la incertidumbre, envidiosos de los que viven al filo del abismo–.
Porque, a pesar de rozar la perfección, de permanecer en una suerte de limbo,
de estado permanente de placidez e imperturbabilidad, este aficionado necesita la
queja y la lamentación como el hambre, la necesita del mismo modo que necesita
el aire para estar vivo. Se diría que la perfección amodorra el espíritu, que la
experiencia de un estado invariable convierte algo a priori divertido en algo
terriblemente aburrido. Como en la vida misma. Es por eso que los triunfos, el
reconocimiento mundial, los goles a mansalva no llegan a satisfacer por
completo al aficionado de este club, deudor del ‘mecagüen’, de las belicosas
tertulias de bar y de las cruzadas ad infinitum. Porque el futbolero es, per se, un ser
lleno de odio, y el futbol es la letrina. Siempre hay
alguien sobre el que echar la pota, porque si no lo hubiera nada de esto
tendría sentido –las cavernas mediáticas bien que lo saben y no sólo le sacan
partido si no que contribuyen a perpetuar ese tipo de comportamientos–. ¿Pero cuál es esta
vez? ¿Dónde apunta el martillo pilón ahora que el equipo vive el mejor arranque liguero de su historia? Pues en Alexis Sánchez.
Al chileno se le fichó por sus aptitudes ofensivas –por su
desborde, su velocidad y su gol–, y el hecho de que no esté rindiendo en esos
términos está empezando a inquietar al Camp Nou. Hay un murmullo, aquel de siempre. Y lo sabe, y
cuando recibe el balón no se atreve a encarar al contrario y la suelta rápido y
se limita a cumplir consignas de juego colectivo, si bien no es suficiente para
ser un extremo puro. Parece estar atenazado, es cierto, y es que la presión que ejerce
la grada sobre el jugador es de aúpa si tenemos en cuenta que ésta es
inversamente proporcional al nivel de juego desplegado por el equipo. Esto es;
un Barça impecable es un Barça que no se puede permitir el mínimo fallo. Hace
lustros –desde Cruyff– que la relevancia de los defectos que pueda tener el
Barça se bareman en base a sus virtudes. Como sus virtudes son muchas y muy
buenas, los pocos defectos que pueda tener y que en un contexto ‘normal’ serían
irrelevantes, aquí brillan y se convierten en problema capital. Pero a Alexis sólo
le falta un gol para pasarle el muerto a otro. Y siempre hay otro.
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